28.8.14

EL DEPORTE DE LA GUERRA

Hace un siglo comenzaba el Primer Campeonato Mundial de Destrucción y Muerte.








Aunque el título y subtítulo de este escrito provoquen sensaciones encontradas, quizás rechazo, y parezcan descabellados, la verdad es que no lo son tanto. La palabra deporte está relacionada con el ocio y el tiempo libre, es decir lo que los seres humanos hacen, además de procurarse el sustento. Y si miramos bien la historia de la humanidad, es fácil percatarse que el relato de la misma no es otra cosa que una sucesión inacabable de contiendas bélicas emprendidas por los hombres obligados a ocupar su tiempo en ello y desencadenadas por sus líderes, en lo que bien parece ser una constante antropológica. Hoy, esto es más visible que nunca. Si entendemos la historia como el conjunto de hechos de los que guardamos memoria tangible o escrita de los últimos 4 o 5.000 años, no nos cabe ninguna duda de que siempre fue así, también en los aún más numerosos milenios que englobamos bajo el término de pre-historia.

Siempre se ha dicho que el deporte “es una guerra sublimada” una especie de catarsis en la que diferentes grupos humanos descargan esa eterna compulsión al combate de unos contra otros, pero esta vez sin derramamiento de sangre. Para los que hemos estudiado en profundidad los orígenes del deporte, esta hipótesis no es irracional.



En uno de mis libros, he vertido la descripción que hace un habitante medioeval de lo que fueron los que hoy se consideran los orígenes remotos del fútbol, y que eran “encuentros” entre dos poblaciones relativamente cercanas que desde un punto determinado debían llevar una vejiga de animal inflada lo más cerca posible del caserío ajeno, adjudicándose de ese modo el triunfo. Al parecer, el objeto que hacía las veces de “pelota” tenía menos importancia que la tunda descomunal que se propinaban desenfrenadamente los unos a los otros y donde menudeaban los garrotes, los puñetazos y puntapiés, interviniendo incluso jinetes que “repartían” desde sus cabalgaduras hasta que lograban ser volteados por la multitud vociferante. No hace falta demasiado para establecer una comparación de esta descarga catártica con lo que sucede en los campeonatos nacionales e internacionales, en donde un nacionalismo muy mal entendido todavía hace de las suyas, no siendo infrecuentes los episodios agresivos y aún criminales entre partidarios de las diferentes fracciones o, sería mejor decir facciones, que compiten entre sí.


Con los párrafos precedentes, creo haberme justificado con respecto a la elección del título para esta nota, peros esos razonamientos han sido tan solo la introducción a lo que realmente quería comunicar por razones vocacionales y afectivas, relacionadas con el coleccionismo, el Museo del Deporte “Pierre de Coubertin” y, lo más importante, rescatar el aún mortificante y pesaroso recuerdo de mi padre, que murió cuando yo tenía 15 años, y según le oía relatar, había sido “voluntario” en esa guerra terrible conocida antes como La Gran Guerra y actualmente, después de la Segunda, como Primera Guerra Mundial. La califico como terrible  porque en ese horroroso conflicto la tecnología para matar al prójimo era aún primitiva en relación a la actual, y los soldados se veían a menudo en situación de pelear a vida o muerte, cara a cara con otros seres humanos desconocidos contra los cuales no tenían nada personal, utilizando letales bayonetas, fusiles y revólveres, viviendo en inmundas trincheras y socavones barrosos infestados de ratas y epidemias, rodeados de  cadáveres de propios y ajenos, sin alimentos, y sometidos al cañoneo, la metralla y, por primera vez, los gases venenosos.

Hoy nos hemos “perfeccionado”, y podemos asesinarnos entre nosotros apretando botones, y enviando poderosísimos explosivos por vía aérea con “drones” y misiles de corto, mediano y largo alcance, como para no ensuciarnos las manos con sangre ajena, pero con mucha mayor efectividad homicida.

Mi padre y uno de mis tíos, casi niños, fueron enviados al frente de combate cuerpo a cuerpo y tiro a tiro, convocados, como en todos los bandos y con la anuencia de sus padres, a morir por el honor, por la patria o por el Rey, con las supercherías y la propaganda de siempre que los convocaba mediante impactantes afiches (que puedo mostrar a quien visite el museo), y con la amenaza del “deshonor” si no se presentaban o desertaban para salvar sus vidas. A mi tío Alfredo le tocó ser piloto de uno de esos aviones primitivos con ruedas de bicicleta que solo se mantenían en el aire por milagro; y a mi padre lo tocó combatir disfrazado de Bersagliere (Artillero), y tener un descanso forzoso al haber sido herido gravemente por una bala de “máuser” que le atravesó el cuello sin matarlo, también por milagro de los dioses.



La historia de ese conflicto, que involucró a 10 países y acabó con 4 imperios, es larga y ominosa, y dejó como secuela alrededor de 10 millones de muertos, otro tanto de discapacitados, y tierra arrasada por doquier. Naturalmente, son cifras aproximadas, porque siempre es muy difícil lograr verificaciones fidedignas cuando reinan la consternación, el desánimo, y el caos provocados por la conducta del animal humano, que a menudo se ha sentido, y todavía se siente, como el omnímodo rey de la creación.


En razón y como consecuencia de lo expuesto, el Museo del Deporte “Pierre de Coubertin” de La Falda posee, entre sus diferentes colecciones no solo deportivas, elementos concretos de esta gran conflagración del Siglo XX, que están a disposición de quien quiera ampliar sus conocimientos y vivencias con respecto a algo que en definitiva a todos nos concierne como seres humanos que somos. Y que puede resultar particularmente interesante para una enorme mayoría de argentinos cuyos ascendientes que venían de esos campos de batalla, descendieron de los barcos transatlánticos para llegar como inmigrantes a esta tierra de promisión.

Podrán ver en este museo, si así lo desean, algo tan impactante con las primeras pequeñas bombas que se arrojaban desde esos primitivos aeroplanos, anteojos anti-esquirlas para usar en las trincheras, un casco de bala de cañón convertido en una obra de arte por algún orfebre, libros sobre esta temática, fotos auténticas tomadas por mi padre en la guerra, una espada recogida en el campo de batalla, tarjetas postales ¡humorísticas!, las identificación que llevaban al cuello los soldados, y las condecoraciones y símbolos que por diversos motivos, igual que en los torneos deportivos de hoy y de siempre, se entregaban como premio a los esforzados y en el fondo ingenuos contendores “carne de cañón”, que arriesgaban sus vidas por entelequias de la “alta política” que solo entendían y solo beneficiaban a los estrategas y mandantes de escritorio más encumbrados.

Por eso, nuevamente he tomado metafóricamente la pluma para hablar del deporte más practicado por el hombre: El Crimen de la Guerra, como acertadamente lo llamó Juan Bautista Alberdi.

Y de paso, recordarles que, en mi experiencia, visitar museos es mirar para atrás, reconocerse, entender y proyectarse.

2º Informe del Museo del Deporte conmemorando el Centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial – 1914-1919.El primero fue publicado con el título de 1914-2014, Centenario de un Crimen de Lesa Humanidad, en Ecos de Punilla en el mes de Enero del presente año.
Alberto E. Moro. Libro: Pinceladas en la Aurora,  Capítulo: Acerca de la violencia en el fútbol. Pág. 64.






Vía Prensa Alberto E. Moro