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Les ofrecemos un adelanto de uno de sus capítulos, gentileza del autor.
LA GÉNESIS DE LOS
SÍMBOLOS OLÍMPICOS
(Capítulo 59 del Libro Conmociones en el Olimpo)
Por Alberto E. Moro
Magister en Antropología (UNC)
Roland Barthes alude a la existencia de un
“contrato significante” que permite, ante la arbitrariedad de los signos
lingüísticos, que todos tendamos a extraer de ellos los mismos significados.
Por su parte, Saussure, al definir la semiótica como la ciencia que estudia la
vida de los signos en el seno de la vida social, nos habla del modo en que
eventos, palabras, comportamientos y objetos son portadores de sentido para los
miembros de una comunidad. Y
Schwarstein, ya citado, se refiere a los eventos como “una particular
conformación que aúna espacio, tiempo, recursos, personajes y objetivo; una
multiplicidad de signos, todos ellos concurrentes en el sentido de resaltar la
trascendencia.”
Todo esto se relaciona estrechamente, a mi entender, al conjunto de
símbolos, ceremonias y rituales que conforman la simbología olímpica. El último
autor mencionado destaca, más adelante, el valor de la “comunicación simbólica
relativa a la institución y al refuerzo del orden simbólico que la organización
sustenta. Por aquí se vehiculizan los valores que se sostienen, la prioridad
relativa que se les asigna. Hace a la cultura, aquel conjunto de creencias
compartidas que permiten dar a la experiencia un sentido coherente”. Este
proceso de significación simbólica, que opera al nivel del inconsciente, hace a
la extraordinaria efectividad de los rituales simbólicos, como los que ya hemos consignado en el marco conceptual
para el análisis del olimpismo. Para Bourdieu, la eficiencia simbólica depende
del grado en que la visión propuesta está fundada en la realidad, en las
afinidades objetivas de las personas que se trata de agrupar; es un poder de
revelar o consagrar lo que ya existe.
Según Lévi-Strauss, los símbolos
no solo tienen sentido en función de lo que representan, sino a partir de los
pares simbólicos u organización de los opuestos binarios, tal como funciona la
mente humana. Por lo que podríamos aventurar que el fuego, que desde siempre ha
iluminado la conciencia y la vida de los hombres, representa la luz, el calor,
la seguridad y el alimento, tanto en la caverna como en nuestro tiempo, por
oposición a la oscuridad y el oscurantismo. Y el emblema de los anillos
olímpicos entrelazados representa la paz y la unión de los cinco continentes,
por oposición a las guerras y la destrucción.
Hacemos la salvedad de que en el
caso del olimpismo, y no obstante su similitud con los rituales religiosos se
trata de una liturgia sin deidades receptoras, o quizás, como tan bien define
el historiador olímpico Conrado Durantez, “el honrado destinatario anónimo de
tan complejo ritual sea en definitiva el hombre mismo, a cuya perfección y
equilibrio es dedicado el simbólico ropaje festivo de los Juegos y su base de
confrontación deportiva.”
El símbolo más antiguo de la organización que nos ocupa es el fuego que
Prometeo entregó a la humanidad, que con el aditamento de “sagrado”, remite a
los balbuceantes intentos que el hombre ha realizado para controlar a la
naturaleza en las más arcaicas etapas del despertar de su inteligencia. Momento
en los cuales, el fuego era sin duda, como ya hemos dicho, sinónimo de luz,
seguridad, confort, abrigo y alimento, razones por las cuales no debía apagarse
nunca y su conservación alcanzaría la categoría de un ritual impostergable.
Mucho más tarde en los peregrinajes al Altis sagrado de Olimpia, los devotos de Zeus incineraban en una
gran pira sus modestas ofrendas como homenaje al dios. Encender tal fuego se
convirtió al parecer en un ansiado honor, por lo que según relatan algunos
historiadores del tema, se realizaba una carrera entre los aspirantes, y el
primero en llegar oficiaba sacerdotalmente como iniciador del fuego sagrado.
Esta competencia habría sido el primum
movens en la génesis de los juegos deportivos.
En los tiempos modernos, es recién en 1936, en ocasión de los Juegos de
Berlín, cuando por primera vez se enciende “el fuego sagrado” en Olimpia, el
que sería posteriormente trasladado por carreras de postas atravesando el
continente, hasta el gigantesco pebetero del estadio, como desde entonces se
hace tradicionalmente hacia cualquier parte del mundo donde los juegos tengan
lugar. Como antecedente remoto, se sabe
de una carrera de antorchas con relevos que realizaban los antiguos griegos,
denominada lampadedromía.. El Prof. Carl Diem, profundo conocedor
de la gesta helénica, fue también quien inspirándose en esta competencia de la
pretérita sociedad agonal, promovió la inclusión del fuego y la antorcha en el
ritual olímpico moderno.
Según nos relata el propio Coubertin en sus Memorias Olímpicas, en la
celebración del XX aniversario de la fundación del Comité Olímpico
Internacional, realizada en un Congreso en la parisina Sorbona el año 1914,
“por primera vez aparece la bandera olímpica en público, de la cual se había
fabricado una gran cantidad y que tuvo mucho éxito. Toda blanca con los cinco
anillos enlazados: azul, amarillo, negro, verde, rojo, simbolizaba las
cinco partes del mundo unidas por el
olimpismo y reproduciendo los colores de todas las naciones”. Pero, a causa de
la guerra, no sería sino en 1920, durante los Juegos de Amberes cuando la
bandera ondearía por primera vez en un estadio olímpico. Hoy se exige que toda
bandera con estas características: blanca, sin orla y con los aros olímpicos
entrelazados en su interior, guarde la forma, color y proporciones de la
presentada en público en el Congreso de 1914. La efectividad de este símbolo
compuesto por círculos, símbolo por excelencia de los Juegos Olímpicos, quizás
se explique recordando que desde Platón el círculo es un símbolo de la psique. Mucho después, Jung se refiere
al rumor visionario de los platillos volantes no identificados de forma
circular, como proyecciones de un contenido psíquico trascendente que en todo
tiempo se simbolizó con el círculo.
La Carta Olímpica, no sin antes
especificar en sus artículos 11 y 17 que en forma irrestricta todos los
derechos y beneficios sobre estos elementos son propiedad exclusiva del COI,
los menciona en el siguiente orden: el símbolo olímpico (los anillos), la
bandera olímpica, el lema olímpico, el emblema olímpico, y el himno olímpico.
El Lema olímpico es la muy conocida conjunción de
tres palabras latinas: CITIUS, ALTIUS,
FORTIUS, que fueron un aporte al movimiento del reconocido amigo y
colaborador de Coubertin, el sacerdote dominico Didon, a quien describe como
autor de unas “arengas inflamadas de las cuales solo él tenía el secreto”.
Sobre este lema cuya traducción es “cada vez más rápido, cada vez más alto, cada
vez más fuerte”, podemos decir que muchas veces fue cuestionado por los
educadores que no consideraban apropiado el “campeonismo” o la búsqueda de la
superación máxima como meta final, siendo partidarios por el contrario del
deporte “higiénico”, como actividad desapasionada, recreativa, y buena para la
salud. Hoy sabemos que las dos posturas son válidas y sujetas a la libre
elección personal. Pero en aquellos tiempos, y en tren de defender las propias
ideas, Pierre de Coubertin lo hizo en estos términos: “La idea de suprimir el
exceso es una utopía de los “no deportistas”. Para que cien se dediquen a la
cultura física, es necesario que cincuenta hagan deporte, es necesario que
veinte se especialicen. Para que veinte se especialicen, es necesario que cinco
se muestren capaces de proezas asombrosas. Es así como el récord se ubica en la
cúspide del edificio deportivo. No esperéis abatirlo sin destruir todo.
Resignaos por lo tanto, todos vosotros, adeptos de la utopía contra natura de
la moderación, a vernos continuar poniendo en práctica la divisa “Citius, Altius,
Fortius.”
Según define la Carta Olímpica,
“un emblema olímpico es un diseño integrado que asocia los anillos con otro
elemento distintivo”, el cual deberá ser aprobado por la Comisión Ejecutiva del
COI, aprobación que deberá ser previa a todo uso del mismo. Están incluidos en
esta definición los denominados “logotipos” o simplemente “logos” que se
utilizan como distintivos en diversas ocasiones, eventos o ceremonias, así como
los que se crean para los Juegos, y todos los membretes, “pins”, ilustraciones
de productos, indumentarias o publicaciones que los contengan o los lleven
impresos. Se trata de símbolos pasajeros, de fuerte significación en su
momento, pero efímeros en su vigencia temporal. Los simpáticos animalitos
antropomórficos que bajo diversas formas y materializaciones devienen en
mascotas de los Juegos, entran en esta categoría.
Inmediatamente después de la
inauguración por parte del Rey de Grecia de los Juegos Olímpicos de Atenas, el 6
de abril de 1896, resonaban en el Estadio Panatenaico los acordes del Himno
Olímpico, creado para la ocasión por el compositor griego Spiros Samaras,
perteneciendo la letra al poeta Kostis Palamas, de la misma nacionalidad. En la
portada de la partitura que hoy se difunde en reproducciones gráficas dice que
ha sido adoptado como tal en 1957. Según la versión oficial del COI contenida
en la Carta Olímpica, fue aprobado en la sesión 55, en Tokio, en 1958. La
primera estrofa, en traducción libre del griego al francés de M. Merlier, encontramos
la siguiente invocación, muy sugestiva por cierto:
“Espíritu antiguo y eterno, creador augusto
de la belleza, de la grandeza y de la verdad,
desciende aquí, aparece, brilla como el
relámpago
en la gloria de la Tierra y de tu cielo.”
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